9 de marzo de 2013

Conserva tu soltería

Eusebio Ruvalcaba

Te lo digo yo que se de estas cosas: No hay mujer que valga la pena el sacrificio de tu soltería. Los varones somos animales solitarios, esa es la única verdad que no cambia entre las cientos de miles que se tragan quienes ven televisión. Cualquier intento de ir en contra de la corriente fracasa, antes o después. Te ilusionas, te haces a la idea de que una mujer nació para ti y tú para ella, te enamoras, te imaginas al abrir los ojos por la mañana y verla a tu lado, feliz por que los dos despertaron al mismo tiempo y ella también se ha vuelto para mirarte, te ves caminando con ella, tomados de la mano en un parque o reventándose en una disco, bebiendo en el auto, viendo películas en la cama, teniendo sexo en un callejón oscuro (mucho ojo, por que te apaña la ley y cuando menos 50 dólares te quita por la gracia). Es decir, te imaginas esclavo de ella, siempre a su lado, siempre dispuesto a obedecer como perrito faldero, dejando en sus brazos la hombría que te caracterizaba antes de vivir juntos –si es que alguna hombría tuviste- o aquellos sueños de aventura que también cuentan.

A veces, por fortuna, soltería equivale a soledad. Es cuando mas se disfruta o, mejor dicho, cuando verdaderamente se disfruta. De ser hijito de familia a vivir con una mujer –a casarse con una mujer- es el paso esperado por todos, especialmente por ella y sus parientes (quienes el día de mañana serán tus parientes políticos y a quienes no te podrás quitar de encima; piensa en esto y reflexiona, que a como es la madre de tu novia va a ser ella; no te espantes pero es la verdad). Que te esfumes es lógico, natural y tiene sentido que así sea. Finalmente estas hasta la madre de tus padres, de tus hermanos, de esa banda asquerosa que constituye tu familia. Y aquella mujer te da la opción de que te largues sin provocar resentimientos o aspevimientos sino felicitaciones. La verdad –y no te vayas a sacar de onda- es que todo el mundo se quiere deshacer de ti. Hasta el perro. Entonces se presenta aquella mujer y todo se va al diablo. Es decir, te casas. Pero a quien le estas dando el gusto es a tu family, no a ti, aunque creas lo contrario.

Que pobre vida le espera a quien toma una decisión tan mediocre (yo la tome, yo la viví). Porque ya dio el primer paso hacia el vacío. Pero ojo! Cuando se toma una decisión de esa naturaleza, significa que el arroz ya se coció y para lo que se esta listo es para mandar al carajo la casa y parentela y para vivir solo. No para engancharse a otra tiranía.

Que siempre termina en eso todo amor matrimonial. No te creas cosa alguna del canto de las sirenas. Las mujeres no cambian: siempre son posesivas, celosas y toda la inteligencia de la que son capaces de aplicar a la resolución de los problemas de cualquier índole, se les rebota si de comprender a su pareja se trata. La felicidad –la paz, no otra cosa, no hay que ser tan ambicioso- no existe. La condición humana de la mujer esta hecha para sufrir modificaciones continuamente. Las mujeres pasan de un estado a otro en forma acelerada y alarmante y lo que hoy las complace mañana las dejara frías. Y a la inversa. Por eso cuesta tanto trabajo darles gusto, ojo, no comprenderlas, una vez mas no hay que ser tan ambiciosos.

El punto de todo esto es tu soledad. Si de vivir en la casa con tus padres te vas a vivir solo, a ganarte la vida como Dios te de a entender, mis respetos. Estas del otro lado. Ya recorriste la mitad del purgatorio rumbo a la salida de emergencia. Y espérate que empieces a disfrutar a solas, contigo mismo… libertad tan ansiada y que debes valorar, que es lo mejor de la vida. Tú contra el mundo, con tu música sin nadie que te reclame por el volumen, con tus videojuegos súper violentos que salpican de sangre todo el monitor, con tus libros de cualquier clase, con tus comics y revistas sin que tengas que esconderlas, con tus vicios y adicciones –que para ti son sagradas-, con tus pajas tirado en el sofá sin preocuparte que llegue alguien y te agarre en pleno vuelo, con tus desveladas descomunales, con tu suciedad, tu mediocridad –tuya, absolutamente tuya, es tu hipermegamediocridad y a quien no le guste que se vaya a la búrguer-, tus calzones sucios en la cocina, tus envases de cerveza en el buró, tus rebanadas de queso de cerdo tumefacto junto al teclado de la PC, tu zapato izquierdo en el baño y ni idea del derecho. Justo todo esto es lo que no soporta una mujer. Y eso para no hablar de la chica que bien ebria te habla en la madrugada para tener sexo, de tus amigos que llegan curados de alcohol por la mañana del Sábado para invitarte a curársela. Esto menos, pero mucho menos, lo soporta una mujer. Me cae, me consta. Cualquier mujer, si estas en el periodo de gracia –que es cuando te esta envolviendo en su encanto-, te va a decir que qué buena onda!, que ella aguanta eso y más, que tu eres el hombre que ella anda buscando. Que qué dulces y divertidos son los hombres. Pero espérate tantito. Vive con ella y vas a ver que no miento. Por eso te digo que no hay que precipitar las cosas. Primero vive tu soltería, tu soledad, tu libertad y defiéndela a toda costa de lo que sea. No des tu brazo a torcer. Vive tu soledad y gózala al máximo. Que nunca mas volverá a presentarse. Cuando firmes, ya valiste. O sin firmar, cuando admitas a esa mujer en tu casa, ¿Cómo te vas a deshacer de ella? No hay modo. Emborráchate todos los días o comulga, pero goza tu vida y tu soledad. Nada hay que se le compare en la vida, nada, que no te engañen ni te metan ideas en la cabeza. Pregúntamelo a mí que toda la vida he estado reprimido, con escasos segundos para tomar aire. De ahí a la peda. ¿Y por qué tanta insistencia en disfrutar la soltería?, te preguntarás, si es que llegaste hasta estas alturas del artículo. Porque al fin te vas a casar y vas a formar tu familia y a tener hijos; que a eso se viene al mundo. ¿Por desgracia? Ahí te queda de tarea.

Ahora que si en los recorridos de tu vida llegaras a encontrar a una mujer que aún a entendimiento de las palabras atrás escritas aún deseara estar contigo, y sobre todo, no apretarte ni asfixiarte, amigo no lo pienses dos veces: ella es la mujer ideal.

8 de marzo de 2013

"El enigma de los dos Chávez"


Gabriel García Márquez


Carlos Andrés Pérez descendió al atardecer del avión que lo llevó de Davos, Suiza, y se sorprendió de ver en la plataforma al general Fernando Ochoa Antich, su ministro de Defensa. “¿Qué pasa?”, le preguntó intrigado. El ministro lo tranquilizó, con razones tan confiables, que el presidente no fue al Palacio de Miraflores sino a la residencia presidencial de La Casona. Empezaba a dormirse cuando el mismo ministro de Defensa lo despertó por teléfono para informarle de un levantamiento militar en Maracay. Había entrado apenas en Miraflores cuando estallaron las primeras cargas de artillería.

Era el 4 de febrero de 1992. El coronel Hugo Chávez Frías, con su culto sacramental de las fechas históricas, comandaba el asalto desde su puesto de mando improvisado en el Museo Histórico de La Planicie. El presidente comprendió entonces que su único recurso estaba en el apoyo popular, y se fue a los estudios de Venevisión para hablarle al país. Doce horas después el golpe militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la condición de que también a él le permitieran dirigirse al pueblo por la televisión. El joven coronel criollo, con la boina de paracaidista y su admirable facilidad de palabra, asumió la responsabilidad del movimiento. Pero su alocución fue un triunfo político. Cumplió dos años de cárcel hasta que fue amnistiado por el presidente Rafael Caldera. Sin embargo, muchos partidarios como no pocos enemigos han creído que el discurso de la derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de la República menos de nueve años después.

El presidente Hugo Chávez Frías me contaba esta historia en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana que nos llevaba de La Habana a Caracas, hace dos semanas, a menos de quince días de su posesión como presidente constitucional de Venezuela por elección popular. Nos habíamos conocido tres días antes en La Habana, durante su reunión con los presidentes Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el poder de su cuerpo de cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata, y la gracia criolla de un venezolano puro. Ambos tratamos de vernos otra vez, pero no nos fue posible por culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para conversar de su vida y milagros en el avión.

Fue una buena experiencia de reportero en reposo. A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad que no correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a través de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real?

El argumento duro en su contra durante la campaña había sido su pasado reciente de conspirador y golpista. Pero la historia de Venezuela ha digerido a más de cuatro. Empezando por Rómulo Betancourt, recordado con razón o sin ella como el padre de la democracia venezolana, que derribó a Isaías Medina Angarita, un antiguo militar demócrata que trataba de purgar a su país de los treintiséis años de Juan Vicente Gómez. A su sucesor, el novelista Rómulo Gallegos, lo derribó el general Marcos Pérez Jiménez, que se quedaría casi once años con todo el poder. Éste, a su vez, fue derribado por toda una generación de jóvenes demócratas que inauguró el periodo más largo de presidentes elegidos.

El golpe de febrero parece ser lo único que le ha salido mal al coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo ha visto por el lado positivo como un revés providencial. Es su manera de entender la buena suerte, o la inteligencia, o la intuición, o la astucia, o cualquiera cosa que sea el soplo mágico que ha regido sus actos desde que vino al mundo en Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del poder: Leo. Chávez, católico convencido, atribuye sus hados benéficos al escapulario de más de cien años que lleva desde niño, heredado de un bisabuelo materno, el coronel Pedro Pérez Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.Sus padres sobrevivían a duras penas con sueldos de maestros primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los nueve años vendiendo dulces y frutas en una carretilla. A veces iba en burro a visitar a su abuela materna en Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía una ciudad porque tenía una plantita eléctrica con dos horas de luz a prima noche, y una partera que lo recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre quería que fuera cura, pero sólo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que todo el mundo lo reconocía por su repique. “Ese que toca es Hugo”, decían. Entre los libros de su madre encontró una enciclopedia providencial, cuyo primer capítulo lo sedujo de inmediato: “Cómo triunfar en la vida”.

Era en realidad un recetario de opciones, y él las intentó casi todas. Como pintor asombrado ante las láminas de Miguel Ángel y David, se ganó el primer premio a los doce años en una exposición regional. Como músico se hizo indispensable en cumpleaños y serenatas con su maestría del cuatro y su buena voz. Como beisbolista llegó a ser un catcher de primera. La opción militar no estaba en la lista, ni a él se le habría ocurrido por su cuenta, hasta que le contaron que el mejor modo de llegar a las grandes ligas era ingresar en la academia militar de Barinas. Debió ser otro milagro del escapulario, porque aquel día empezaba el plan Andrés Bello, que permitía a los bachilleres de las escuelas militares ascender hasta el más alto nivel académico.

Estudiaba ciencias políticas, historia y marxismo al leninismo. Se apasionó por el estudio de la vida y la obra de Bolívar, su Leo mayor, cuyas proclamas aprendió de memoria. Pero su primer conflicto consciente con la política real fue la muerte de Allende en septiembre de 1973. Chávez no entendía. ¿Y por qué si los chilenos eligieron a Allende, ahora los militares chilenos van a darle un golpe? Poco después, el capitán de su compañía le asignó la tarea de vigilar a un hijo de José Vicente Rangel, a quien se creía comunista. “Fíjate las vueltas que da la vida”, me dice Chávez con una explosión de risa. “Ahora su papá es mi canciller”. Más irónico aún es que cuando se graduó recibió el sable de manos del presidente que veinte años después trataría de tumbar: Carlos Andrés Pérez.

“Además”, le dije, “usted estuvo a punto de matarlo”. “De ninguna manera”, protestó Chávez. “La idea era instalar una asamblea constituyente y volver a los cuarteles”. Desde el primer momento me había dado cuenta de que era un narrador natural. Un producto íntegro de la cultura popular venezolana, que es creativa y alborazada. Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo Gallegos.

Desde muy joven, por casualidad, descubrió que su bisabuelo no era un asesino de siete leguas, como decía su madre, sino un guerrero legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue tal el entusiasmo de Chávez, que decidió escribir un libro para purificar su memoria. Escudriñó archivos históricos y bibliotecas militares, y recorrió la región de pueblo en pueblo con un morral de historiador para reconstruir los itinerarios del bisabuelo por los testimonios de sus sobrevivientes. Desde entonces lo incorporó al altar de sus héroes y empezó a llevar el escapulario protector que había sido suyo.

Uno de aquellos días atravesó la frontera sin darse cuenta por el puente de Arauca, y el capitán colombiano que le registró el morral encontró motivos materiales para acusarlo de espía: llevaba una cámara fotográfica, una grabadora, papeles secretos, fotos de la región, un mapa militar con gráficos y dos pistolas de reglamento. Los documentos de identidad, como corresponde a un espía, podían ser falsos. La discusión se prolongó por varias horas en una oficina donde el único cuadro era un retrato de Bolívar a caballo. “Yo estaba ya casi rendido –me dijo Chávez–, pues mientras más le explicaba menos me entendía”. Hasta que se le ocurrió la frase salvadora: “Mire, mi capitán, lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?”. El capitán, conmovido, empezó a hablar maravillas de la Gran Colombia, y los dos terminaron esa noche bebiendo cerveza de ambos países en una cantina de Arauca. A la mañana siguiente, con un dolor de cabeza compartido, el capitán le devolvió a Chávez sus enseres de historiador y lo despidió con un abrazo en la mitad del puente internacional.

“De esa época me vino la idea concreta de que algo andaba mal en Venezuela”, dice Chávez. Lo habían designado en Oriente como comandante de un pelotón de trece soldados y un equipo de comunicaciones para liquidar los últimos reductos guerrilleros. Una noche de grandes lluvias le pidió refugio en el campamento un coronel de inteligencia con una patrulla de soldados y unos supuestos guerrilleros acabados de capturar, verdosos y en los puros huesos. Como a las diez de la noche, cuando Chávez empezaba a dormirse, oyó en el cuarto contiguo unos gritos desgarradores. “Era que los soldados estaban golpeando a los presos con bates de beisbol envueltos en trapos para que no les quedaran marcas”, contó Chávez. Indignado, le exigió al coronel que le entregara los presos o se fuera de allí, pues no podía aceptar que torturara a nadie en su comando. “Al día siguiente me amenazaron con un juicio militar por desobediencia –contó Chávez–, pero sólo me mantuvieron por un tiempo en observación”.

Pocos días después tuvo otra experiencia que rebasó las anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un helicóptero militar aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de soldados mal heridos en una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un soldado que tenía varios balazos en el cuerpo. “No me deje morir, mi teniente…” le dijo aterrorizado. Apenas alcanzó a meterlo dentro de un carro. Otros siete murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se preguntaba: “¿Para qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de militares torturaban a campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos guerrilleros mataban a campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la guerra había terminado, ya no tenía sentido disparar un tiro contra nadie”. Y concluyó en el avión que nos llevaba a Caracas: “Ahí caí en mi primer conflicto existencial”.

Al día siguiente despertó convencido de que su destino era fundar un movimiento. Y lo hizo a los veintitrés años, con un nombre evidente: Ejército bolivariano del pueblo de Venezuela. Sus miembros fundadores: cinco soldados y él, con su grado de subteniente. “¿Con qué finalidad?”, le pregunté. Muy sencillo, dijo él: “con la finalidad de prepararnos por si pasa algo”. Un año después, ya como oficial paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande. Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de convocar voluntades para una tarea común.

Esa era la situación el 17 de diciembre de 1982 cuando ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera decisivo en su vida. Era ya capitán en el segundo regimiento de paracaidistas, y ayudante de oficial de inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante del regimiento, Ángel Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante mil doscientos hombres entre oficiales y tropa.

A la una de la tarde, reunido ya el batallón en el patio de futbol, el maestro de ceremonias lo anunció. “¿Y el discurso?”, le preguntó el comandante del regimiento al verlo subir a la tribuna sin papel. “Yo no tengo discurso escrito”, le dijo Chávez. Y empezó a improvisar. Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y Martí, pero con una cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia de América Latina transcurridos doscientos años de su independencia. Los oficiales, los suyos y los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos los capitanes Felipe Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de su movimiento. El comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con un reproche para ser oído por todos:

“Chávez, usted parece un político”. “Entendido”, le replicó Chávez.

Felipe Acosta, que medía dos metros y no habían logrado someterlo diez contendores, se paró de frente al comandante, y le dijo: “Usted está equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político. Es un capitán de los de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su discurso se mean en los pantalones”.
Entonces el coronel Manrique puso firmes a la tropa, y dijo: “Quiero que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba autorizado por mí. Yo le di la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que dijo, aunque no lo trajo escrito, me lo había contado ayer”. Hizo una pausa efectista, y concluyó con una orden terminante: “¡Que eso no salga de aquí!”

Al final del acto, Chávez se fue a trotar con los capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán del Guere, a diez kilómetros de distancia, y allí repitieron el juramento solemne de Simón Bolívar en el monte Aventino. “Al final, claro, le hice un cambio”, me dijo Chávez. En lugar de “cuando hayamos roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”, dijeron: “Hasta que no rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo por voluntad de los poderosos”.
Desde entonces, todos los oficiales que se incorporaban al movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La última vez fue durante la campaña electoral ante cien mil personas. Durante años hicieron congresos clandestinos cada vez más numerosos, con representantes militares de todo el país. “Durante dos días hacíamos reuniones en lugares escondidos, estudiando la situación del país, haciendo análisis, contactos con grupos civiles, amigos. “En diez años –me dijo Chávez– llegamos a hacer cinco congresos sin ser descubiertos”.

A estas alturas del diálogo, el presidente rio con malicia, y reveló con una sonrisa de malicia: “Bueno, siempre hemos dicho que los primeros éramos tres. Pero ya podemos decir que en realidad había un cuarto hombre, cuya identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue descubierto el 4 de febrero y quedó activo en el ejército y alcanzó el grado de coronel. Pero estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está aquí con nosotros en este avión”. Señaló con el índice al cuarto hombre en un sillón apartado, y dijo: “¡El coronel Badull!”

De acuerdo con la idea que el comandante Chávez tiene de su vida, el acontecimiento culminante fue El Caracazo, la sublevación popular que devastó a Caracas. Solía repetir: “Napoleón dijo que una batalla se decide en un segundo de inspiración del estratega”. A partir de ese pensamiento, Chávez desarrolló tres conceptos: uno, la hora histórica. El otro, el minuto estratégico. Y por fin, el segundo táctico. “Estábamos inquietos porque no queríamos irnos del ejército”, decía Chávez. “Habíamos formado un movimiento, pero no teníamos claro para qué”. Sin embargo, el drama tremendo fue que lo que iba a ocurrir ocurrió y no estaban preparados. “Es decir –concluyó Chávez– que nos sorprendió el minuto estratégico”.

Se refería, desde luego, a la asonada popular del 27 de febrero de 1989: El Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue él mismo. Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia con una votación caudalosa y era inconcebible que en veinte días sucediera algo tan grave. “Yo iba a la universidad a un posgrado, la noche del 27, y entro en el fuerte Tiuna en busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para llegar a la casa”, me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas. “Entonces veo que están sacando las tropas, y le pregunto a un coronel: ¿Para dónde van todos esos soldados? Porque sacaban los de Logística que no están entrenados para el combate, ni menos para el combate en localidades. Eran reclutas asustados por el mismo fusil que llevaban. Así que le pregunto al coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente? Y el coronel me dice: A la calle, a la calle. La orden que dieron fue esa: hay que parar la vaina como sea, y aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les dieron? Bueno Chávez, me contesta el coronel: la orden es que hay que parar esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero mi coronel, usted se imagina lo que puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez, es una orden y ya no hay nada qué hacer. Que sea lo que Dios quiera”.

Chávez dice que también él iba con mucha fiebre por un ataque de rubéola, y cuando encendió su carro vio un soldadito que venía corriendo con el casco caído, el fusil guindando y la munición desparramada. “Y entonces me paro y lo llamo”, dijo Chávez. “Y él se monta, todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo le pregunto: Ajá, ¿y para dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me dejó el pelotón, y allí va mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor, lléveme. Y yo alcanzo el camión y le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde van? Y él me dice: Yo no sé nada. Quién va a saber, imagínese”. Chávez toma aire y casi grita ahogándose en la angustia de aquella noche terrible: “Tú sabes, a los soldados tú los mandas para la calle, asustados, con un fusil, y quinientos cartuchos, y se los gastan todos. Barrían las calles a bala, barrían los cerros, los barrios populares. ¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre ellos Felipe Acosta”. “Y el instinto me dice que lo mandaron a matar”, dice Chávez. “Fue el minuto que esperábamos para actuar”. Dicho y hecho: desde aquel momento empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres años después.

El avión aterrizó en Caracas a las tres de la mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de luces de aquella ciudad inolvidable donde viví tres años cruciales de Venezuela que lo fueron también para mi vida. El presidente se despidió con su abrazo caribe y una invitación implícita: “Nos vemos aquí el 2 de febrero”. Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más.


* Este artículo fue publicado originalmente en la revista Cambio, de Colombia, en febrero de 1999, y ahora tomado del libro Gabo periodista, Antología de textos periodísticos de Gabriel García Márquez, con autorización del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

En la muerte de Hugo Chávez

Publicado en Segunda Cita
                                             por Guillermo Rodríguez Rivera
 
En Cuba, como una suerte de conjuro verbal contra la muerte de alguien que queremos, suele llamársele “desaparición física”, como si las palabras pudieran deshacer la realidad que se ha plantado brutalmente ante nosotros.
El líder de la Revolución Bolivariana ya no está, y por mucho que intentemos volver la cara, mirar hacia otro lado, nos falta una de esas fuerzas que, como dijo el poeta recreando la voz del Libertador, despierta “cada doscientos años, cuando despierta el pueblo”.
La verdad es que son esos hombres los que también despiertan el pueblo.
Cuando estuve por primera vez en Venezuela, en la primavera de 1992, para asistir en Mérida a la conmemoración del centenario de César Vallejo, acababa de producirse la insurrección armada que, contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, protagonizaron jóvenes militares bajo el liderazgo de un desconocido oficial llamado Hugo Chávez. Tres años antes había ocurrido el “caracazo”: los pobres que habitan los llamados cerritos que rodean y casi sitian a la capital venezolana, bajaron a expresar su desesperación y su ira en la ciudad de los ricos. En el país que era uno de los mayores productores y exportadores petroleros del mundo, se había incrementado el precio nacional de la gasolina y ello, en lo que suele conocerse como “efecto dominó”, le había encarecido al pueblo todas las esferas de la vida.
Los pobres bajaron, como instintivamente a destruir la polis del dinero, a saquear sus mercados, y las fuerzas del gobierno mataron a mansalva a miles de caraqueños pobres.
En Mérida, una abogada de izquierda me pidió que fuera a la cárcel de la ciudad a leer unos poemas para varios chavistas que allí guardaban prisión. Allí fui, aunque nunca supe –no los sé– los nombres de los presos que me escucharon.
Más de un año después salían de sus prisiones los jóvenes militares insurrectos y, desde La Habana alguien invitaba a Hugo Chávez a visitarla. Vino a Cuba, que hacía treinta años practicaba una insurrección continental y cuya prisión había sido el riguroso aislamiento al que quisieron y pudieron condenarla. En la cárcel, acaso desde antes y claro que después, Hugo Chávez quiso charlar, compartir, consultar con el hombre que había desafiado –y vencido– los mismos poderes que él enfrentó en Caracas, que él también se lanzó a enfrentar con las armas.
Chavez comprendió que, si en un momento la lucha de los pobres pasó de las huelgas obreras a las batallas de los guerrilleros, ahora estaba llegando la batalla en loa comicios: el pueblo se disponía a  asaltar las mismas urnas electorales con que los partidos burgueses lo habían oprimido siempre.
Los dos grandes partidos del orden capitalista venezolano –adecos y copeianos– avizoraron que una fuerza distinta había entrado en la pelea en las elecciones presidenciales de 1998. Tan claro lo vieron, que decidieron unirse contra el insólito candidato que estaba llegando para arrasar el viejo orden que ellos se habían construido y del que vivían. Perdieron esas elecciones sin dejar lugar a la menor duda.
  
Desde entonces, desde ese ya lejano 1999, la entrada en el siglo XXI estuvo marcada por un inesperado resurgir de América Latina.
Chávez no ha sido solo el resurgir bolivariano de Venezuela sino que, apegado al Libertador, Hugo Chávez ha sido el impulsor de la siempre soñada y nunca conseguida unidad de nuestra América. Proyectos como el ALBA, UNASUR, CELAC y la ampliación del MERCOSUR, devinieron realidades por el extraordinario liderazgo de Hugo Chávez.
Las llamadas democracias occidentales, en las que el voto de los ciudadanos ha sido secuestrado por la riqueza, lo satanizaron a su gusto: lo llamaron golpista, dictador, autoritario, populista. No sabían bien qué hacer con él: mucho menos –porque el dinero sí lo respetan– siendo el presidente de una potencia petrolera.
Chávez nunca hizo nada para complacerlos: tenía como referente a la Revolución Cubana; cuando quería, cantaba en sus discursos; decía que la tribuna por la que acababa de pasar el reverenciado George W. Bush, olía a azufre; le puso muy barato el petróleo a los pueblos más pobres del continente y, encima de eso, ganaba todas las más de una decena de elecciones presidenciales en las que aspiró.
No dejó de ser nunca el llanero de la Sabaneta de Barinas en la que nació. ¿Cómo iban a quererlo Cameron, Rajoy y Sarkozy? Ni falta que le hacía a Hugo Chávez. Lo querían, lo quieren, lo querrán los pueblos de América.

4 de marzo de 2013

¡Chinguen a su madre, culeros!