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La noticia buena es que esa mínima expresión es enorme, que alcanzó para llenar el Zócalo dominguero y cincuenta metros más allá, por las bocacalles de las afluentes, y que ya no es la masa de individuos exasperados, esperanzados y con los arrebatos a flor de piel, como ocurría hace tres años y aun antes, desde los tiempos horrendos del desafuero foxista. Ahora la mayor parte de la gente acude organizada, se toma las cosas con tranquilidad y ha aprendido a esperar en todas las escalas: desde el arranque del mitin hasta la llegada al poder en el ámbito federal. Hasta ahora, menos eso último, se han ido logrando los objetivos fijados: la supervivencia ante la ofensiva oligárquica, en primer lugar, pero también el reclutamiento de militantes, la organización, la resistencia a intentos antinacionales como el que emprendió Calderón en abril del año pasado para rifar entre sus socios y sus cuates la carnita —puesto en esos términos sí lo entenderá la sofisticada senadora Ortuño— de la industria petrolera.
Fuera de esos logros de gran calado, el movimiento —ha cambiado tanto de nombre que ya nadie sabe cómo se llama, y no importa— ha sido un factor tan básico de preservación de la estabilidad nacional que si los gobernantes formales se dieran cuenta tendrían que venir a dar las gracias. Esto no gusta de un lado ni del otro, pero es la verdad simple: sin la formidable máquina de canalización de exasperaciones y de conversión de descontentos en propuestas que es el fenómeno del lopezobradorismo, probablemente el mecate estaría ya roto por varios de sus puntos más delgados: miseria, inseguridad, desempleo, cinismo, corrupción y demás herencias en vida que nos deja el calderonato. Sectores de aquel lado (algunos se dicen de éste) insisten en que somos “violentos” cuando no “extremistas”; un triunfo más y nos acusarán de fundamentalistas, si no es que ya lo han hecho. En otros entornos dicen que canalización equivale a mediatización; de allí a que el movimiento sea considerado parte orgánica y utilísima del régimen sólo hay dos pasos; esos simpáticos pasitos leninistas hacia atrás que tanto lucen en los salones de baile, y que acaban por sacar al intérprete del local de esparcimiento.
Estos gobernantes panuchos acusan de ignorante y desinformado al Premio Nobel Stiglitz porque éste les recriminó su torpeza criminal ante la crisis y responden al noble gesto del historiador Womack (quien elogió cálidamente las luchas del Sindicato Mexicano de Electricistas) vaciando camiones de aserrín en las puertas del Gobierno del Distrito Federal justo en las horas en las que esa dependencia otorgaría un reconocimiento al historiador de Harvard. Del lado constructivo y propiamente gubernamental, parece ser que las facultades de la presidencia usurpada las facultades ya no dan más que para organizar desfiles de 20 minutos (sí, claro, el aserrín era para absorber la bosta de los caballos empleados en la fugaz exhibición). En cambio, en el aspecto depredador, los grandes negocios siguen viento en popa y, con conciencia o sin ella, o a veces de un modo y a veces del otro, el calderonato persiste, con éxito mediocre, por fortuna, en llevar adelante sus medidas de destrucción nacional.
Las cúpulas de las instituciones formales se caen a pedazos como consecuencia de la descomposición inducida por sus ocupantes y éstos son, mientras más perdidos y repudiados por sus antiguos cómplices, más peligrosos. Pero abajo hay un segmento enorme de sociedad organizada. Eso es algo que habíamos añorado durante muchos años y constituye, en medio de la incertidumbre de estos tiempos oscuros, una gran noticia.
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