A últimas fechas me he llegado a preguntar que hubiera hecho con una amiga como tú. Hablo de una amistad de la infancia, de esas con las que naces, creces y si tienes mucha suerte, te reproduces y mueres.
Echo a volar mi mente e intento recordar aquellos viejos tiempos que nunca pasaron, esa época en la que el destino jamás hubiese apostado a nuestro favor en el acercamiento más casual y esporádico. Eran tiempos confusos e irreales. Eran días soleados y el vaivén de la vida, de mi corta vida, me llevaría a tus aulas y a tus pasillos, a tu falda por encima de la rodilla y a tu banqueta llena de risas aún marcadas en mi rostro. Probablemente llamé tu atención por el simple hecho de ser “el chico nuevo” que se incorporó a la mitad de año y eso a todas luces es inusual en el imaginario colectivo de los niños de primaria. A lo mejor te morías de curiosidad o de pena al verme deambular en solitario a mitad del patio durante los recreos. Con el paso de los días, los meses o los años me fui adaptando a esa entidad ajena a la realidad de un hijo único de familia pequeña de infonavit.
Me acuerdo del primer día que te vi. Serían las nueve o diez de la mañana y yo sentadito afuera de la oficina de dirección mientras mi madre hacía los últimos trámites junto con la señora directora para recluirme en ese campo católico de concentración, el único en su tipo en donde me permitieron recuperar el año escolar. El patio principal, vacío, aguardaba la sublimación de los últimos charquitos de la lluvia del día anterior, entonces apareciste tú, con tu uniforme de escolapia y tus zapatitos negros caminando hacia los baños con la gracia de un duendecillo irlandés tarareando alguna canción de cuento. Perdí tu rastro un par de minutos hasta que te vi subir las escaleras y entrar en aquel último salón del segundo piso.
Tenía pocos minutos en esa escuela y ya había encontrado una buena razón para perdonar a mis padres por el hecho de fastidiarme la vida de la noche a la mañana y sin consultármelo. En ese entonces no sabía mucho de niñas (igual que ahora), pero algo era seguro: me había enamorado. No acababa de asimilar mi idilio de bebedero cuando mi madre salió de la oficina junto con la directora y me dijo “Mijo, te vas a quedar a clases y al rato vengo por ti”, al mismo tiempo que se le cristalizaban sus ojitos como tantas veces, como cada primer día de clases desde que tengo memoria (mi madre repetiría aquel ritual durante los siguientes diez años hasta el último grado de mi preparatoria). Mamá se quedó en el vestíbulo mientras la señora autoridad me guiaba a mi nuevo salón en mi nueva escuela. Estaba emocionado pero tenía miedo. Cuál sería mi sorpresa al descubrir que mi nuevo salón no sería mi nuevo salón, sino el salón de la niña-duende del patio. Parado frente a la puerta y de frente con mi destino, ahí estabas nuevamente; segundo pupitre de la fila de en medio, cuchicheando con la niña rubia de adelante mientras la directora me anunciaba como fenómeno de circo “¡Pasen a ver al niño-nuevo que se enamoró a primera vista de la niña-duende!, o por lo menos eso parecía ya que los latidos de mi corazón eran tan fuertes que no podía escuchar lo que decía mi nueva maestra; aunque si nos ponemos estrictos tampoco era mi maestra, sino la maestra de la niña-duende y los niños albinos chipileños( todos güeritos, güeritos; nunca me sentí tan moreno y mira que más bien soy amarillo). Fue muy feo, los niños albinos eran comandados por la niña-duendecillo del patio, y me veían de tal forma que parecía que estaban oliendo mierda. Todos eran odiosos, incluso tú. Tú eras la más odiosa porque minutos antes me había enamorado de ti, ¿recuerdas? De haber sabido en ese momento, les hubiera dicho “¡qué me ven pinches burguesitos hijos de Marcial Maciel, si supieran que vengo de lo más bravo del barrio bravo de Tepito y que así como me ven les rompo su panista y reaccionaria madre uno por uno en bola!”, sin embargo hay que recordar que yo tendría siete años y pues no tenía muy claro cuál era mi contexto socioeconómico, así que mejor me lo guardé para mis adentros y cabizbajo ocupé el lugar que la venerable maestra me asignó junto a un gordo de lentes.
Aquellos primeros meses de adaptación no fueron fáciles, mis notas no me dejarán mentir; sin embargo poco a poco le fui tomando el modito a tan singular ambiente escolar. No dejaba de ser “el nuevo” y siempre me daba a notar, ya sea por mi mala conducta y mi falta de capacidad y/o voluntad para atender los asuntos de un tal Dios (gracias Don Benito Juárez por darnos hoy el Estado Laico de cada día), o por mis habilidades en el deporte. A la fecha la cancha de soccer sigue siendo mi hábitat natural y en ese entonces se notaba (olelé, olalá, no sean maleducados, saluden a papá). La pelota no sabe de clases sociales y por eso valía la pena jugar fútbol en esa escuela, es algo similar a lo que José Emilio Pacheco llama “Las batallas en el desierto”, ¿ya?
A pesar de que no me hablabas ni yo a ti, mi amor crecía y crecía todos los días; aunque eso sí, me caías muy mal, creo que por lista y creo que todo era mutuo. Eras el más secreto de mis secretos y la competencia más amenazadora. Así nos pasamos el primer año y medio.
Es curioso, pero a partir de este momento tengo una laguna mental que no me permite precisar el instante correcto en el que iniciamos algo parecido a una amistad. No recuerdo cuándo ni cómo. Supongo que el paso paulatino del tiempo, aunado a la exposición diaria del uno con el otro dentro de un espacio físico delimitado provocó que aflorara algún indicio de, digamos cierto grado de ¿confianza?, que fue creciendo con el correr de las maquetas de volcanes, los frascos con algodón para cultivar frijoles y los mapamundis coloreados por región geográfica según su clima y actividades productivas.
Llegó el momento en que nos pasábamos treinta o cuarenta minutos, tiempo que demoraba mi madre en pasar por mí después de la salida escolar, sentados en la banqueta, platicando y platicando, comiendo chocolates de canastita, chicharrines con salsa Valentina y congeladas de rompope para quitarnos lo enchilados. Llegamos a aprovechar muy bien ese lapso era la mejor media hora del día y como tal la pasábamos riendo como niños que éramos, antes de que el Chevy blanco de mi mamá sonara tres veces el claxon cual letal toque de queda para que tú te atravesaras la calle cual duendecillo, a fin de llegar al banco en donde trabajaba tu mamá, mientras yo enfilaba acalorado rumbo a mi casa en aquel vehículo explotador. Ambos sabíamos que era el fin de “nuestro día”.
Crecimos nosotros, creció la ciudad, crecieron los amigos. Vimos pasar infinidad de fiestas de cumpleaños, papitas y refrescos, juegos y corretizas, la semana inglesa, las idas al cine, las pizzas de aquella plaza, las idas de pinta al parque de enfrente, las tardes enteras en tu casa, la comida de tu mamá, las bromas de mi papá, los juegos de mesa, los bolígrafos de colores chillantes, las canciones de la epoca, los celos, las misas, los viajes de estudio, los buenos pero sobretodo los malos maestros, los balonazos en la cara, las caídas en el patio, la suástica al final de mi libreta, tu cabello húmedo, mi pantalón con parches en las rodillas, el suéter con tu nombre bordado, las obras de teatro, las infinitas llamadas telefónicas, los chismes, los exámenes finales, el baile, las flores, las cartas, los indigentes que nos compraban cervezas y cigarros, el vino, las 11:11, las 11:25, las lágrimas junto a las maletas en la central de autobuses.
¿Te imaginas? Pudo ser lindo, ¿no? Sin embargo dicen por ahí que uno sólo puede tomar lo que no tiene dueño, así que esa parte de ti no me va, nunca ha sido mía pero no te lo niego, me hubiera gustado que lo fuera. Me hubiera gustado pasar las tardes enteras en tu sillón haciendo nada, me hubiera gustado llegar a tu casa y jugar con tus perros, desayunar en tu cocina y desordenar tu cuarto, avisarte cinco minutos antes que te raptaría toda la noche, llegar sin invitación a tus cenas familiares, ser el último en irme el día de tu cumpleaños, tomar el coche de mi papá y escaparnos a las montañas, a la playa, a Cuetzalan; me hubiera gustado saber todo de ti. Después de todo no existes o tal vez sí, pero no como tal.
¿Qué le pudo haber faltado a esta historia imposible? ¿Qué más pasó? ¿Cuántas novias me espantaste? ¿Cuántos desamores lloramos juntos? ¿Cuántos goles gritamos? ¿De cuántos chistes malos nos reímos? ¿Cuántas veces nos enojamos tanto, tanto? ¿Qué libros jamás nos regresamos? ¿Cuántas chamarras mías conservas aún en tu armario? ¿Cuántas fotos tenemos juntos? ¿Nos embriagamos y probamos juntos la mota? ¿Cuántas veces me marcaste llorando por aquel cabrón que te rompió el corazón? ¿Alguna vez te defendí? ¿Cuántas veces me sacaste perdido de borracho de algún bar? ¿A qué conciertos fuimos juntos? ¿Cuántos cafés hemos convertido en alcohol? ¿Ya me has sacado de la cárcel? ¿Ya prometí a tus padres que te cuidaría? ¿Ya has mentido por mí? ¿Y yo por ti? ¿Ya hemos pasado las horas viendo los autos desde lo alto de un puente peatonal? ¿Hace cuánto tiempo que no nos vemos? ¿Recuerdas la última vez? ¿Fue en la universidad? ¿Te enteraste que aprobé mi examen y me voy a estudiar lejos? ¿Lloraste el día que me fui ilusionado? ¿Me abrazaste el día que regresé derrotado? ¿Sabes que tengo una columna? ¿Me has leído? ¿Cómo ves al país? ¿Has pensado en mí en todo este tiempo? Te encuentro más bella, ¿te hiciste algo en el pelo? ¿Te acuerdas de esto? ¿Te acuerdas de lo otro? ¿Te acuerdas de él y de ella? ¿Cómo está tu mamá? ¿Cómo va el negocio? ¿Qué tal la maestría? ¿Ya se te subió el vino? ¿Sabías que me enamoré de ti a los siete años? ¿Cómo que te vas a casar? ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Y cómo es ese tal Alejandro? ¿Estás segura? Podría besarte ahora mismo, ¿sabes?
¿Ya te tienes que ir?, aún es temprano.
Echo a volar mi mente e intento recordar aquellos viejos tiempos que nunca pasaron, esa época en la que el destino jamás hubiese apostado a nuestro favor en el acercamiento más casual y esporádico. Eran tiempos confusos e irreales. Eran días soleados y el vaivén de la vida, de mi corta vida, me llevaría a tus aulas y a tus pasillos, a tu falda por encima de la rodilla y a tu banqueta llena de risas aún marcadas en mi rostro. Probablemente llamé tu atención por el simple hecho de ser “el chico nuevo” que se incorporó a la mitad de año y eso a todas luces es inusual en el imaginario colectivo de los niños de primaria. A lo mejor te morías de curiosidad o de pena al verme deambular en solitario a mitad del patio durante los recreos. Con el paso de los días, los meses o los años me fui adaptando a esa entidad ajena a la realidad de un hijo único de familia pequeña de infonavit.
Me acuerdo del primer día que te vi. Serían las nueve o diez de la mañana y yo sentadito afuera de la oficina de dirección mientras mi madre hacía los últimos trámites junto con la señora directora para recluirme en ese campo católico de concentración, el único en su tipo en donde me permitieron recuperar el año escolar. El patio principal, vacío, aguardaba la sublimación de los últimos charquitos de la lluvia del día anterior, entonces apareciste tú, con tu uniforme de escolapia y tus zapatitos negros caminando hacia los baños con la gracia de un duendecillo irlandés tarareando alguna canción de cuento. Perdí tu rastro un par de minutos hasta que te vi subir las escaleras y entrar en aquel último salón del segundo piso.
Tenía pocos minutos en esa escuela y ya había encontrado una buena razón para perdonar a mis padres por el hecho de fastidiarme la vida de la noche a la mañana y sin consultármelo. En ese entonces no sabía mucho de niñas (igual que ahora), pero algo era seguro: me había enamorado. No acababa de asimilar mi idilio de bebedero cuando mi madre salió de la oficina junto con la directora y me dijo “Mijo, te vas a quedar a clases y al rato vengo por ti”, al mismo tiempo que se le cristalizaban sus ojitos como tantas veces, como cada primer día de clases desde que tengo memoria (mi madre repetiría aquel ritual durante los siguientes diez años hasta el último grado de mi preparatoria). Mamá se quedó en el vestíbulo mientras la señora autoridad me guiaba a mi nuevo salón en mi nueva escuela. Estaba emocionado pero tenía miedo. Cuál sería mi sorpresa al descubrir que mi nuevo salón no sería mi nuevo salón, sino el salón de la niña-duende del patio. Parado frente a la puerta y de frente con mi destino, ahí estabas nuevamente; segundo pupitre de la fila de en medio, cuchicheando con la niña rubia de adelante mientras la directora me anunciaba como fenómeno de circo “¡Pasen a ver al niño-nuevo que se enamoró a primera vista de la niña-duende!, o por lo menos eso parecía ya que los latidos de mi corazón eran tan fuertes que no podía escuchar lo que decía mi nueva maestra; aunque si nos ponemos estrictos tampoco era mi maestra, sino la maestra de la niña-duende y los niños albinos chipileños( todos güeritos, güeritos; nunca me sentí tan moreno y mira que más bien soy amarillo). Fue muy feo, los niños albinos eran comandados por la niña-duendecillo del patio, y me veían de tal forma que parecía que estaban oliendo mierda. Todos eran odiosos, incluso tú. Tú eras la más odiosa porque minutos antes me había enamorado de ti, ¿recuerdas? De haber sabido en ese momento, les hubiera dicho “¡qué me ven pinches burguesitos hijos de Marcial Maciel, si supieran que vengo de lo más bravo del barrio bravo de Tepito y que así como me ven les rompo su panista y reaccionaria madre uno por uno en bola!”, sin embargo hay que recordar que yo tendría siete años y pues no tenía muy claro cuál era mi contexto socioeconómico, así que mejor me lo guardé para mis adentros y cabizbajo ocupé el lugar que la venerable maestra me asignó junto a un gordo de lentes.
Aquellos primeros meses de adaptación no fueron fáciles, mis notas no me dejarán mentir; sin embargo poco a poco le fui tomando el modito a tan singular ambiente escolar. No dejaba de ser “el nuevo” y siempre me daba a notar, ya sea por mi mala conducta y mi falta de capacidad y/o voluntad para atender los asuntos de un tal Dios (gracias Don Benito Juárez por darnos hoy el Estado Laico de cada día), o por mis habilidades en el deporte. A la fecha la cancha de soccer sigue siendo mi hábitat natural y en ese entonces se notaba (olelé, olalá, no sean maleducados, saluden a papá). La pelota no sabe de clases sociales y por eso valía la pena jugar fútbol en esa escuela, es algo similar a lo que José Emilio Pacheco llama “Las batallas en el desierto”, ¿ya?
A pesar de que no me hablabas ni yo a ti, mi amor crecía y crecía todos los días; aunque eso sí, me caías muy mal, creo que por lista y creo que todo era mutuo. Eras el más secreto de mis secretos y la competencia más amenazadora. Así nos pasamos el primer año y medio.
Es curioso, pero a partir de este momento tengo una laguna mental que no me permite precisar el instante correcto en el que iniciamos algo parecido a una amistad. No recuerdo cuándo ni cómo. Supongo que el paso paulatino del tiempo, aunado a la exposición diaria del uno con el otro dentro de un espacio físico delimitado provocó que aflorara algún indicio de, digamos cierto grado de ¿confianza?, que fue creciendo con el correr de las maquetas de volcanes, los frascos con algodón para cultivar frijoles y los mapamundis coloreados por región geográfica según su clima y actividades productivas.
Llegó el momento en que nos pasábamos treinta o cuarenta minutos, tiempo que demoraba mi madre en pasar por mí después de la salida escolar, sentados en la banqueta, platicando y platicando, comiendo chocolates de canastita, chicharrines con salsa Valentina y congeladas de rompope para quitarnos lo enchilados. Llegamos a aprovechar muy bien ese lapso era la mejor media hora del día y como tal la pasábamos riendo como niños que éramos, antes de que el Chevy blanco de mi mamá sonara tres veces el claxon cual letal toque de queda para que tú te atravesaras la calle cual duendecillo, a fin de llegar al banco en donde trabajaba tu mamá, mientras yo enfilaba acalorado rumbo a mi casa en aquel vehículo explotador. Ambos sabíamos que era el fin de “nuestro día”.
Crecimos nosotros, creció la ciudad, crecieron los amigos. Vimos pasar infinidad de fiestas de cumpleaños, papitas y refrescos, juegos y corretizas, la semana inglesa, las idas al cine, las pizzas de aquella plaza, las idas de pinta al parque de enfrente, las tardes enteras en tu casa, la comida de tu mamá, las bromas de mi papá, los juegos de mesa, los bolígrafos de colores chillantes, las canciones de la epoca, los celos, las misas, los viajes de estudio, los buenos pero sobretodo los malos maestros, los balonazos en la cara, las caídas en el patio, la suástica al final de mi libreta, tu cabello húmedo, mi pantalón con parches en las rodillas, el suéter con tu nombre bordado, las obras de teatro, las infinitas llamadas telefónicas, los chismes, los exámenes finales, el baile, las flores, las cartas, los indigentes que nos compraban cervezas y cigarros, el vino, las 11:11, las 11:25, las lágrimas junto a las maletas en la central de autobuses.
¿Te imaginas? Pudo ser lindo, ¿no? Sin embargo dicen por ahí que uno sólo puede tomar lo que no tiene dueño, así que esa parte de ti no me va, nunca ha sido mía pero no te lo niego, me hubiera gustado que lo fuera. Me hubiera gustado pasar las tardes enteras en tu sillón haciendo nada, me hubiera gustado llegar a tu casa y jugar con tus perros, desayunar en tu cocina y desordenar tu cuarto, avisarte cinco minutos antes que te raptaría toda la noche, llegar sin invitación a tus cenas familiares, ser el último en irme el día de tu cumpleaños, tomar el coche de mi papá y escaparnos a las montañas, a la playa, a Cuetzalan; me hubiera gustado saber todo de ti. Después de todo no existes o tal vez sí, pero no como tal.
¿Qué le pudo haber faltado a esta historia imposible? ¿Qué más pasó? ¿Cuántas novias me espantaste? ¿Cuántos desamores lloramos juntos? ¿Cuántos goles gritamos? ¿De cuántos chistes malos nos reímos? ¿Cuántas veces nos enojamos tanto, tanto? ¿Qué libros jamás nos regresamos? ¿Cuántas chamarras mías conservas aún en tu armario? ¿Cuántas fotos tenemos juntos? ¿Nos embriagamos y probamos juntos la mota? ¿Cuántas veces me marcaste llorando por aquel cabrón que te rompió el corazón? ¿Alguna vez te defendí? ¿Cuántas veces me sacaste perdido de borracho de algún bar? ¿A qué conciertos fuimos juntos? ¿Cuántos cafés hemos convertido en alcohol? ¿Ya me has sacado de la cárcel? ¿Ya prometí a tus padres que te cuidaría? ¿Ya has mentido por mí? ¿Y yo por ti? ¿Ya hemos pasado las horas viendo los autos desde lo alto de un puente peatonal? ¿Hace cuánto tiempo que no nos vemos? ¿Recuerdas la última vez? ¿Fue en la universidad? ¿Te enteraste que aprobé mi examen y me voy a estudiar lejos? ¿Lloraste el día que me fui ilusionado? ¿Me abrazaste el día que regresé derrotado? ¿Sabes que tengo una columna? ¿Me has leído? ¿Cómo ves al país? ¿Has pensado en mí en todo este tiempo? Te encuentro más bella, ¿te hiciste algo en el pelo? ¿Te acuerdas de esto? ¿Te acuerdas de lo otro? ¿Te acuerdas de él y de ella? ¿Cómo está tu mamá? ¿Cómo va el negocio? ¿Qué tal la maestría? ¿Ya se te subió el vino? ¿Sabías que me enamoré de ti a los siete años? ¿Cómo que te vas a casar? ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Y cómo es ese tal Alejandro? ¿Estás segura? Podría besarte ahora mismo, ¿sabes?
¿Ya te tienes que ir?, aún es temprano.
4 comentarios:
Es lo más hermoso que me has regalado, se que te acuerdas de mi, gracias por plasmar nuestras aventuras...
Pero, elige con cuidado a quién diriges tus cartas, porque hay leyendas que infartan al ánimo más templado...
Dicen por ahí que la ingratitud se traduce en la amnesia del corazón y como yo no quiero ser ingrato te doy las gracias por el marido de la peluquera y por su asesinato.
excelente como siempre peluzita! ya ven q t extrañoo para irnos de loquitos como siempre! besitos. Less
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