Este fin de semana empiezan a enterrar a los mineros masacrados por la policía sudafricana en la mina de platino de Marikana. Habrá máxima tensión, pero no solo ante el temor de que el saldo de muertos supere la cifra de 44 ya alcanzada desde que las demandas de aumentos de sueldo de los mineros desembocaran hace 10 días en choques violentos. La tensión se extiende a toda Sudáfrica. Marikana no es un conflicto meramente local, no es una trágica aberración. Se ha abierto una caja de Pandora y lo que está en juego es nada menos que el gran e indiscutible logro desde que Nelson Mandela asumió la presidencia en 1994: la paz. Los herederos de Mandela en el Gobierno del Congreso Nacional Africano (CNA) pierden control y credibilidad; aumenta el riesgo de que las revueltas sociales se extiendan por todo el país.
Cuando pienso en Sudáfrica hoy día pienso en México y en George Orwell. La conexión mexicana, la verdad, se me ocurrió a los pocos meses de que Mandela ganara aquellas primeras elecciones democráticas, acabando con tres siglos y medio de dominación blanca, cuando me pidieron que hiciera de abogado del diablo y escribiera un artículo postulando una visión negativa de lo que podría pasar en la Sudáfrica liberada. Dije que temía que el CNA se acabara convirtiendo en un PRI, o en aquel PRI que en el siglo XX gobernó sin interrupción durante 70 años: es decir, en un partido revolucionario institucional en el que —como delata el nombre— se apela a la retórica progresista de siempre, en defensa de las masas y tal, pero el objetivo principal es perpetuar a una élite en el privilegio y el poder. El mecanismo que creó el PRI para forjar su “dictadura perfecta” —como, con mucho atino, la describió Mario Vargas Llosa— fue una coalición entre el partido dominante, el sindicalismo, el empresariado y otras fuerzas sociales, apoyada por las fuerzas de seguridad.
No me equivoqué. En México se ganó estabilidad a costa de corrupción endémica e injusticia social. En Sudáfrica se ha llegado, después de 18 años, a algo muy parecido. Como en la parábola de Orwell, Rebelión en la granja, los revolucionarios son hoy la imagen y semejanza (salvo en el color de su piel) de los antiguos amos que en su día, y con enorme sacrificio e idealismo, derrocaron. Las terribles escenas que se vieron en televisión la semana pasada de policías abriendo fuego contra mineros armados con machetes, y algunos con pociones que creían que les harían invencibles contra las balas, evocaron la época del apartheid cuando el único instrumento de persuasión que tenía el Gobierno blanco en relación con la mayoría negra era el fusil.
A esto se ha llegado en Sudáfrica. Menos mal que Mandela, a sus 94 años, se entera de poco de lo que ocurre a su alrededor, mucho menos de la realidad política nacional. La revuelta de Marikana, la más dramática de miles que se han visto a lo largo de este año en las localidades pobres negras del país, escenifica la frustración y la rabia de un creciente porcentaje de la población contra el poder establecido. En este caso específico, la frustración de los mineros surgió de la complicidad que detectaron entre la empresa británica dueña de la mina de platino, Lonmin, y el sindicato que toda la vida les había representado, el Sindicato Nacional de Mineros, conocido por sus siglas en inglés, NUM. Se convencieron de que la NUM, el sindicato más grande del país, había dejado de defender sus intereses y ahí nació Amcu, una organización más visceral que coherente, sin plan estratégico o ideología definida, pero que expresa los sentimientos de muchos mineros. Fue contra los mineros nuevamente incorporados a Amcu, en huelga por un aumento de sueldo, contra los que los policías dispararon.
La rabia de los mineros, la que desencadenó los actos violentos que condujeron también a la muerte de dos policías, a machetazos, proviene no solo de la convicción de que reciben sueldos miserables, sino de ver que los jefes sindicalistas viven, relativamente hablando, como reyes. El presidente de la NUM gana 25 veces más al mes que los mineros que se unieron a Amcu. Cuando apareció en la mina de Marikana después de la masacre no pudo salir del coche de policía que lo transportaba, por temor a que lo mataran.
Lo que ha pasado es que tanto la NUM, como otros sindicatos que hace 20 y 30 años estaban en la vanguardia de la lucha contra el apartheid, como el Gobierno del Congreso Nacional Africano con el que están íntimamente aliados, se han aburguesado. Y han perdido el contacto con la gente de a pie, especialmente la mayoría que vive en la pobreza, que tuvieron en los tiempos de la lucha por la liberación. Pertenecen a una clase de animal distinta, depredadora, que se reparte el poder y la riqueza entre sí. El movimiento de personal entre los sindicatos, el CNA e, incluso, el empresariado se ha vuelto fluido. Un personaje lo define. Se llama Cyril Ramaphosa, el fundador de la NUM en 1982, negociador número uno del CNA durante la transición a la democracia a principios de los noventa y ahora un magnate cuya fortuna se mide en cientos de millones de euros.
Ramaphosa, un favorito de Mandela en su día y para muchos el que debería de haberle sustituido cuando dejó la presidencia, es miembro de la junta directiva de Lonmin, considerados (y no solo por Amcu) como unos viles explotadores. Pero Ramaphosa sigue siendo no solo una figura emblemática en la NUM, sino uno de los barones más influyentes del CNA. Como en México en los años de gloria del PRI, las elecciones generales son insignificantes a la hora de determinar la identidad de futuros presidentes y de sus ministros comparado con las elecciones internas en la cúpula del CNA, donde un reducido grupo de políticos, sindicalistas y empresarios negros nuevos ricos centralizan el poder.
La visión macro de todo esto quizá no lo entiendan muchos de los millones de los habitantes de las chabolas de Sudáfrica, donde las cifras de paro son parecidas a las de España (aunque con infinitamente menos apoyo estatal), pero lo ven todos los días en las poblaciones donde viven. Ven que los representantes locales del CNA o de los sindicatos tienen coches nuevos, muchas veces Mercedes Benz, y viven en casas bonitas. Ven que los que ocupan puestos políticos en los municipios se ocupan más de enriquecerse, muchas veces de manera corrupta, que de servir a la gente, de proveer luz, agua, educación y sanidad decente para los que les han votado. Ven, en resumen, que con demasiada frecuencia la gente se incorpora hoy al CNA y a sus organizaciones aliadas no para construir un mundo más justo, sino para avanzar sus propios intereses.
Aguantarían la pobreza con resignación y paciencia, quizá, si no vieran que en la Nueva Sudáfrica, como en Rebelión en la granja, algunos animales son más iguales que otros. Pero sí lo están viendo, en toda su indisimulada obscenidad, y por eso en Marikana la olla de presión estalló, por eso en las minas vecinas el poder de Amcu crece, por eso en diferentes partes del país, incluso en la bella y turística Ciudad del Cabo, 1.500 kilómetros al sur de Marikana, se oye un alarmante runrún, se huele revuelta, entre los marginados.
¿Hay solución? Sí. Primero que el CNA tenga la astucia política necesaria para cooptar a los que se empiezan a rebelar, que reconecte con la gente, que utilice las palabras, no las balas, para persuadir. Segundo —y sin esto lo primero servirá solo como solución cosmética—, el CNA tiene que volver a principios básicos, tiene que recordar que, como dijo Mandela cuando salió de la cárcel, sus representantes son “sirvientes del pueblo”. Lo de Marikana ha sido como un infarto al que uno sobrevive, pero que deja un claro mensaje: o se cambia radicalmente de hábitos de vida o las consecuencias serán catastróficas. La cuestión ahora en Sudáfrica es si la coalición dominante es capaz de cambiar los malos hábitos adquiridos tras 18 años en el poder, o si la corrupción moral les ha contaminado, de manera irrecuperable, el alma.
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