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Ahora la culpa es de los pilotos, quienes no estaban suficientemente capacitados, y tal vez también de los controladores aéreos, quienes no sólo introdujeron en el sistema una etiqueta equivocada (LJ25 en vez de LJ45), sino que omitieron advertir a los tripulantes de las consecuencias fatales que habrían de sobrevenir si no frenaban en seco para eludir la turbulencia de la aeronave que los precedía.Primero vimos cómo un joven y ambicioso traficante de contratos, convertido en cogobernante por efecto del amiguismo, y quien pasó 10 meses acosado por un repudio popular del que no hay precedentes en la Secretaría de Gobernación, fue elevado, tras su muerte, a la categoría de Cid Campeador. Luego llegó la beatificación, más discreta, de otro de los difuntos: un policía de maneras bruscas y escrúpulos escasos, que en el sexenio pasado anduvo dando palos de ciego contra la delincuencia y transmutando inocentes en culpables y quien, con ese desempeño, cometió severos agravios contra la sociedad y fue corresponsable de la actual catástrofe de seguridad pública.
Tras la conversión post mortem de estos sórdidos funcionarios en ciudadanos ejemplares, el discurso oficial y su coro de medios enfocan sus baterías contra otros dos muertos en el avionazo, el piloto y el copiloto, y amagan a los controladores. Independientemente de que el desastre haya sido consecuencia de un atentado, de errores humanos o de fallas técnicas, al régimen calderonista le urge descartar la primera de esas posibilidades porque con ella se alimenta la imagen de un gobierno débil y acorralado por los efectos de su propia fanfarronería. Se presenta, entonces, como elemento indicativo de accidente, una transcripción censurada y sospechosa de la conversación que tuvo lugar en la cabina del Learjet minutos antes de su desplome. (Ni modo: el gobierno está tocado por la sospecha en todas y cada una de sus palabras, y se lo ha ganado a pulso con su mendacidad sistemática.)
Haiga sido como haiga sido, el show a cargo de Luis Téllez se parece a la fabricación de culpables (por cierto, era una de las prácticas favoritas del difunto Santiago Vasconcelos): se busca crear la impresión de que los operadores del avión eran un par de bobos al estilo de El Gordo y el Flaco, capaces de confundir a ojo Michigan con Michoacán, e ignorantes de las reglas más básicas de la aeronavegación. Para el domingo ya se les buscaba un complemento de impericia con la difusión de versiones sobre unos controladores aéreos fodongos e indolentes. De seguro, los de la Torre de Control eran personal sindicalizado, ¿verdad, señor Téllez? Ah, esos enemigos de la calidad y de la productividad, incapaces de comprender el ánimo transformador de los mexicanos de bien que estudian en alguna universidad de Estados Unidos para luego volver al país a iluminarnos con su sapiencia.
No hay forma de saber cuánto hay de cierto y cuánto de ideología (y fantasía) oligárquica y tecnocrática en eso que los voceros y los órganos de difusión del régimen presentan como la verdad. Pero si así hubieran ocurrido las cosas, sería inevitable concluir que lo que mató a Mouriño, a Santiago y a los otros, fue el afán del grupo gobernante de desregular, privatizar y subcontratar todo –llevándose tajadas y comisiones bajo el agua–, hasta las compras de aeronaves para el gobierno federal y el reclutamiento de los respectivos pilotos. Es una gran paradoja que quien fue secretario de Gobernación haya sido, mientras le duró la vida, uno de los grandes beneficiarios de tal empeño.
“Los gobernantes somos tan rateros y tan ineptos que la propiedad pública estará mejor en manos privadas”, fue el subtexto de la engañifa con la que se inició, en el sexenio de Salinas, el saqueo de los bienes nacionales. Además, había que “eficientar” el gasto público y observar una estricta disciplina fiscal, y el outsourcing era una de las formas para conseguirlo. Lo curioso, si se le concede el beneficio de la duda a los asertos del calderonato en torno a la caída del Learjet, es que a sus administradores les parezca inconcebible crear plazas de pilotos en el servicio público –así sea por su propia seguridad– y les parezca natural, en cambio, que Agustín Carstens se asigne, del dinero público, tres mil pesos diarios para comer, una cantidad con la que podrían pagarse 60 salarios mínimos, los cuales según la Constitución, “deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia”, y se entiende que eso incluye los alimentos. O sea que tal vez el piloto más inepto no fuera el que tripulaba el Learjet, sino Felipe Calderón.