La inventiva naturaleza aún no nos sorprende con un perro dálmata rayado o una cebra con motas. Las fieras son constantes. Para demostrar que puede oponerse a los designios naturales, el hombre ha ideado mascotas de diseño, como los peces que brillan en la oscuridad o los gatos que no producen estornudos. Por suerte, esta alteración no ha llegado al plano comercial. Aún no ha nacido el científico japonés capaz de inventar cachorros con la piel marcada por un anuncio de Toyota.La apariencia animal depende del código genético (ya sea natural o alterado). La única excepción es del ser humano, que convirtió la hoja de parra en ropa interior y evolucionó para que la ropa definiera la personalidad de cada quien.
La camiseta de futbol surgió como emblema de pertenencia e identidad en los tiempos en que cada jugador –o su abnegada madre- estaba encargado de lavar la suya. Nadie pensaba entonces que eso tuviera otro valor que el simbolismo. Los aficionados distinguían a los suyos por la franja negra o las rayas rojiblancas en el pecho. En aquella época del origen la estabilidad de un futbolista era tan larga como una novela rusa. De niño se probaba en el club de sus amores –casi siempre el de su barrio-, fichaba de por vida a cambio de un par de billetes y jugaba sin pensar que esa actividad pudiera llevarlo más allá de la portería contraria.
La invención de los fichajes trajo un poderoso enigma emocional: ¿puede un futbolista ser aficionado de cada equipo que lo contrata? Con el profesionalismo y la opción de pasar de un club a otro ya no se podía esperar que el crack durmiera con la camiseta puesta y enjugara en ella las amargas lágrimas de la derrota, pero sí que su actitud implicara compromiso. El “amor a la camiseta” nació como algo literal (la pasión por una prenda amorosamente remendada) y luego se convirtió en sinónimo de respeto a los colores que avalan un contrato de trabajo. La etiqueta del futbol observó un código severo hasta los años setenta. Jalar una camiseta resultaba afrentoso. Se trataba de prendas tan entalladas que representaban una segunda epidermis y no se podían jalar sin pellizcar al jugador. Por otra parte, los números en la espalda eran limitados. Los titulares iban del 1 al 11. Cada cifra definía una posición y una moral. “Juego de 10”, decía el desmedido émulo de Pelé. La camiseta indicaba en qué parte del campo el jugador expresaba su identidad.A mediados de los setenta, Don Revie, directivo del Leeds, tuvo la idea de vender camisetas de su equipo asociadas con una marca de ropa, la Admiral. No parecía extravagante que los fabricantes de camisetas se promovieran a sí mismos, pero pronto se dio el salto a otros productos. En 1978 la fábrica de automóviles Saab patrocinó al Derby County y en 1979 la camiseta roja del Liverpool, cuya hinchada nunca permitirá que los suyos caminen solos, escribió en su pecho un nombre japonés: Hitachi.
Conocemos el resto de la historia: los futbolistas se transformaron en anuncios ambulantes, similares a los “hombres sándwich” que recorren las ciudades con una pancarta en el pecho y otra en la espalda.En un principio, la televisión inglesa se negó a transmitir esa publicidad que no le reportaba ganancia alguna y los clubes firmaron un acuerdo que los obligaba a usar ropa sin manchas comerciales en los partidos televisados. A partir de 1983 la eminente BBC admitió transmitir partidos con jugadores enfundados en publicidad, con lo cual el pecho de los astros subió de precio.
“El estilo es el hombre”, escribió Buffon (no el portero italiano sino el ilustrado francés). La frase se ha usado miles de veces para elogiar el trabajo de los sastres. Pero las máquinas de coser no siempre producen beneficios. En los años ochenta se volvió normal agraviar las camisetas de futbol de tres maneras: la prenda se transformó en un pretexto para colocar anuncios, aumentó de talla y admitió cualquier número en los dorsales. La iconografía construida a lo largo de casi un siglo perdió su principal sentido.
Los colores del equipo se transformaron en una causa remota que permitía anunciar yogures.Detrás de estos cambios hay un dato de sobra conocido: el futbol es la pasión que más dinero produce en el planeta. Los signos de identidad se han transformado en una plataforma de negocios. Hoy en día el fichaje de un crack se amortiza en buena medida gracias a la venta de camisetas. El negocio es tan significativo que el nombre del semidiós también representa una etiqueta. En la boutique oficial del Real Madrid, la playera azul con el número 1 cuesta más si lleva el nombre de Casillas.Habitamos un planeta inconstante donde los negocios varían de país en país. El Barcelona llegó al fin del siglo XX sin poner en venta su uniforme. Cuando al fin cedió a la tentación, buscó una causa social: la escuadra blaugrana recomienda en su pecho a la UNICEF y lleva en la manga un discreto logotipo del canal catalán Tv3. En contraste, los equipos mexicanos mancillan sus colores con un surtido para consumidores hiperactivos: en treinta centímetros de tela invitan a beber leche, viajar en avión, abrir una cuenta bancaria y hablar por teléfono.
Basta ver el uniforme de un equipo mexicano para saber que nuestro futbol está mal gestionado. ¿Es posible que un jugador se identifique con una camiseta que es un catálogo de ventas? Para colmo, ser futbolista en el país del águila y la serpiente implica cambiar mucho de colores. En una liga donde el negocio fuerte está en los fichajes y las comisiones, y no en la obtención de títulos, el jugador es un nómada que pasa de una entidad a otra. “El amor es eterno mientras dura”, escribió Vinicius de Moraes. ¿Podemos pedirle al futbolista que profese amor eterno mientras dura su contrato?Territorio del abuso y la especulación, el futbol mexicano vive para las ganancias rápidas. Los torneos cortos impiden el verdadero desarrollo del deporte. Cada seis meses se pone en escena la liguilla, show televisivo donde un equipo pretende ser el mejor, la lotería donde el octavo puede ser campeón. Esta organización subnormal rinde beneficios a los directivos e impide la consistencia de los jugadores. Por desgracia, la injusticia no sólo afecta a los que van en la parte de arriba de la tabla y donde el superlíder llega a la liguilla con las mismas posibilidades que el octavo. Para administrar el desastre, se decidió acumular porcentajes negativos en la parte baja de la tabla. Como nuestro futbol es inconstante, el último puede salvarse del descenso si en la temporada anterior no le fue tan mal. Este sistema de delirio llegó a un punto crucial hace unos diez años, cuando los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León descendieron por acumular malos porcentajes y al mismo tiempo pasaron a la liguilla entre los ocho mejor situados. En aquel torneo podrían haber sido campeones y haber bajado a segunda división, incoherencia “made in Mexico”.La falta de consistencia de nuestros equipos es tan grande que cuando los Pumas de Hugo Sánchez se convirtieron en el único equipo en ganar dos minitorneos seguidos, dieron la impresión de cumplir un ciclo mítico, una atadura de años de la cosmogonía azteca. En un país donde las escuadras cambian de apodo, colores y ciudad según convenga al negocio, resulta injusto pedir al jugador la lealtad que él no recibe. Hoy en día la fidelidad es un lujo de millonarios: Maldini es del Milán, Raúl del Real Madrid y Totti de la Roma. Se han declarado intransferibles y el gesto los honra. Sin embargo, si rechazan la ganancia adicional que les podría dar un magnate ruso en estado de éxtasis, es porque disponen de una fortuna considerable. Hoy en día, para profesar afición por el equipo donde juega, el futbolista debe ser un debutante o disponer de un poder excepcional.La afición mexicana depende cada vez más de su capacidad de autoengaño. ¡Alabados sean quienes detrás de la maraña de anuncios logran ver los colores de su equipo! Gracias a esta transfiguración mental, en los extraños tiempos que corren el amor a la camiseta no ha desaparecido del todo. Cada lunes, los uniformes van a dar a la lavandería. La entregada afición no deja de esperar que un día regresen sin anuncios.
De http://letrasrojass.blogspot.com/
La camiseta de futbol surgió como emblema de pertenencia e identidad en los tiempos en que cada jugador –o su abnegada madre- estaba encargado de lavar la suya. Nadie pensaba entonces que eso tuviera otro valor que el simbolismo. Los aficionados distinguían a los suyos por la franja negra o las rayas rojiblancas en el pecho. En aquella época del origen la estabilidad de un futbolista era tan larga como una novela rusa. De niño se probaba en el club de sus amores –casi siempre el de su barrio-, fichaba de por vida a cambio de un par de billetes y jugaba sin pensar que esa actividad pudiera llevarlo más allá de la portería contraria.
La invención de los fichajes trajo un poderoso enigma emocional: ¿puede un futbolista ser aficionado de cada equipo que lo contrata? Con el profesionalismo y la opción de pasar de un club a otro ya no se podía esperar que el crack durmiera con la camiseta puesta y enjugara en ella las amargas lágrimas de la derrota, pero sí que su actitud implicara compromiso. El “amor a la camiseta” nació como algo literal (la pasión por una prenda amorosamente remendada) y luego se convirtió en sinónimo de respeto a los colores que avalan un contrato de trabajo. La etiqueta del futbol observó un código severo hasta los años setenta. Jalar una camiseta resultaba afrentoso. Se trataba de prendas tan entalladas que representaban una segunda epidermis y no se podían jalar sin pellizcar al jugador. Por otra parte, los números en la espalda eran limitados. Los titulares iban del 1 al 11. Cada cifra definía una posición y una moral. “Juego de 10”, decía el desmedido émulo de Pelé. La camiseta indicaba en qué parte del campo el jugador expresaba su identidad.A mediados de los setenta, Don Revie, directivo del Leeds, tuvo la idea de vender camisetas de su equipo asociadas con una marca de ropa, la Admiral. No parecía extravagante que los fabricantes de camisetas se promovieran a sí mismos, pero pronto se dio el salto a otros productos. En 1978 la fábrica de automóviles Saab patrocinó al Derby County y en 1979 la camiseta roja del Liverpool, cuya hinchada nunca permitirá que los suyos caminen solos, escribió en su pecho un nombre japonés: Hitachi.
Conocemos el resto de la historia: los futbolistas se transformaron en anuncios ambulantes, similares a los “hombres sándwich” que recorren las ciudades con una pancarta en el pecho y otra en la espalda.En un principio, la televisión inglesa se negó a transmitir esa publicidad que no le reportaba ganancia alguna y los clubes firmaron un acuerdo que los obligaba a usar ropa sin manchas comerciales en los partidos televisados. A partir de 1983 la eminente BBC admitió transmitir partidos con jugadores enfundados en publicidad, con lo cual el pecho de los astros subió de precio.
“El estilo es el hombre”, escribió Buffon (no el portero italiano sino el ilustrado francés). La frase se ha usado miles de veces para elogiar el trabajo de los sastres. Pero las máquinas de coser no siempre producen beneficios. En los años ochenta se volvió normal agraviar las camisetas de futbol de tres maneras: la prenda se transformó en un pretexto para colocar anuncios, aumentó de talla y admitió cualquier número en los dorsales. La iconografía construida a lo largo de casi un siglo perdió su principal sentido.
Los colores del equipo se transformaron en una causa remota que permitía anunciar yogures.Detrás de estos cambios hay un dato de sobra conocido: el futbol es la pasión que más dinero produce en el planeta. Los signos de identidad se han transformado en una plataforma de negocios. Hoy en día el fichaje de un crack se amortiza en buena medida gracias a la venta de camisetas. El negocio es tan significativo que el nombre del semidiós también representa una etiqueta. En la boutique oficial del Real Madrid, la playera azul con el número 1 cuesta más si lleva el nombre de Casillas.Habitamos un planeta inconstante donde los negocios varían de país en país. El Barcelona llegó al fin del siglo XX sin poner en venta su uniforme. Cuando al fin cedió a la tentación, buscó una causa social: la escuadra blaugrana recomienda en su pecho a la UNICEF y lleva en la manga un discreto logotipo del canal catalán Tv3. En contraste, los equipos mexicanos mancillan sus colores con un surtido para consumidores hiperactivos: en treinta centímetros de tela invitan a beber leche, viajar en avión, abrir una cuenta bancaria y hablar por teléfono.
Basta ver el uniforme de un equipo mexicano para saber que nuestro futbol está mal gestionado. ¿Es posible que un jugador se identifique con una camiseta que es un catálogo de ventas? Para colmo, ser futbolista en el país del águila y la serpiente implica cambiar mucho de colores. En una liga donde el negocio fuerte está en los fichajes y las comisiones, y no en la obtención de títulos, el jugador es un nómada que pasa de una entidad a otra. “El amor es eterno mientras dura”, escribió Vinicius de Moraes. ¿Podemos pedirle al futbolista que profese amor eterno mientras dura su contrato?Territorio del abuso y la especulación, el futbol mexicano vive para las ganancias rápidas. Los torneos cortos impiden el verdadero desarrollo del deporte. Cada seis meses se pone en escena la liguilla, show televisivo donde un equipo pretende ser el mejor, la lotería donde el octavo puede ser campeón. Esta organización subnormal rinde beneficios a los directivos e impide la consistencia de los jugadores. Por desgracia, la injusticia no sólo afecta a los que van en la parte de arriba de la tabla y donde el superlíder llega a la liguilla con las mismas posibilidades que el octavo. Para administrar el desastre, se decidió acumular porcentajes negativos en la parte baja de la tabla. Como nuestro futbol es inconstante, el último puede salvarse del descenso si en la temporada anterior no le fue tan mal. Este sistema de delirio llegó a un punto crucial hace unos diez años, cuando los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León descendieron por acumular malos porcentajes y al mismo tiempo pasaron a la liguilla entre los ocho mejor situados. En aquel torneo podrían haber sido campeones y haber bajado a segunda división, incoherencia “made in Mexico”.La falta de consistencia de nuestros equipos es tan grande que cuando los Pumas de Hugo Sánchez se convirtieron en el único equipo en ganar dos minitorneos seguidos, dieron la impresión de cumplir un ciclo mítico, una atadura de años de la cosmogonía azteca. En un país donde las escuadras cambian de apodo, colores y ciudad según convenga al negocio, resulta injusto pedir al jugador la lealtad que él no recibe. Hoy en día la fidelidad es un lujo de millonarios: Maldini es del Milán, Raúl del Real Madrid y Totti de la Roma. Se han declarado intransferibles y el gesto los honra. Sin embargo, si rechazan la ganancia adicional que les podría dar un magnate ruso en estado de éxtasis, es porque disponen de una fortuna considerable. Hoy en día, para profesar afición por el equipo donde juega, el futbolista debe ser un debutante o disponer de un poder excepcional.La afición mexicana depende cada vez más de su capacidad de autoengaño. ¡Alabados sean quienes detrás de la maraña de anuncios logran ver los colores de su equipo! Gracias a esta transfiguración mental, en los extraños tiempos que corren el amor a la camiseta no ha desaparecido del todo. Cada lunes, los uniformes van a dar a la lavandería. La entregada afición no deja de esperar que un día regresen sin anuncios.
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