Historias del más acá
Carlos Puig
2011-04-02•Al Frente
La felicidad ya no está determinada por el ingreso, sino que se vincula con otros factores, como la cohesión social, asociada a la igualdad de oportunidades. A la larga, el nivel de esa cohesión tiene que ver con una sociedad más igualitaria, donde las diferencias entre los ingresos se han atemperado, pero los costos de la desigualdad son muy amplios y lo indican las estadísticas.
El ex presidente chileno Ricardo Lagos ha presentado el documento “Chile 2030: siete desafíos estratégicos y un imperativo de equidad”, una reflexión profunda, un reto a sus compatriotas a pensar qué país quieren ser.
Del texto reproduzco un fragmento sobre el reto de la igualdad con dos advertencias: el producto interno bruto per cápita de Chile y México son prácticamente idénticos. Así que podría usted en lo que sigue sustituir “Chile” por “México” y preguntarse por qué no es esa la discusión mexicana del 2012:
En los próximos diez o doce años, Chile será un país desarrollado, si entendemos por “país desarrollado” el que ha alcanzado un ingreso por habitante de 20 mil dólares por año. Los que vienen serán también años positivos para muchos de nuestros vecinos en América Latina. El motor de la economía china, como se ha dicho, seguirá empujando el crecimiento de la región: cuando China crece un punto porcentual, países como el nuestro crecen al menos un 0.4%. Ello significa que si China sigue creciendo a un ritmo de 10% anual, tenemos garantizado un crecimiento del orden de 4%.
Pero no confundamos crecimiento económico con desarrollo: tenemos que definir hoy qué tipo de sociedad queremos construir en Chile durante los próximos veinte años, y abordar, ahora, los cambios necesarios para sentar las bases de ese futuro. Nadie lo hará por nosotros.
Al menos desde la revolución industrial, las sociedades han depositado su confianza en que un aumento en la producción de bienes acarreará mayor bienestar y mejores condiciones de vida para sus integrantes. Después de la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento del producto interno bruto prácticamente se universalizó como medida estándar del crecimiento económico, y el crecimiento en sí se transformó en el objetivo final de las políticas de desarrollo. Sin embargo, hoy, por primera vez, constatamos que en los 30 países más ricos del mundo el crecimiento de la economía ya no implica, necesariamente, una mejora en los indicadores sociales, de salud o de educación.
Claramente, la relación directa entre crecimiento económico y mejoramiento en los indicadores sociales es nítida en las primeras etapas de desarrollo, pero una vez que se alcanza el límite de 20 mil dólares de ingreso anual por habitante, lo central pasa a ser la distribución del ingreso. Es la distribución del ingreso la que explica los avances y retrocesos de los países ricos, no el ingreso por sí mismo.
Si analizamos la relación entre ingreso por habitante y esperanza de vida, países con un ingreso de entre mil y tres mil dólares (Zimbabue, por ejemplo) presentan una esperanza de vida de poco más de 40 años; países cuyo ingreso por habitante se acerca a los ocho mil dólares (como El Salvador), tienen una esperanza de vida de 71 años: los indicadores mejoran en relación directa con el aumento del ingreso por habitante.
Sin embargo, como ya hemos anotado, dicha relación desaparece cuando se sobrepasan los 20 mil dólares de ingreso por habitante. Así, la esperanza de vida en Estados Unidos es inferior a la de Japón, a pesar de que Estados Unidos tiene un ingreso superior. Más notable aún: países como Grecia o Nueva Zelanda, cuyo producto corresponde a la mitad del de Estados Unidos, tienen una esperanza de vida superior.
La situación es similar con otro indicador, el llamado “índice de felicidad”, si examinamos la relación entre el bienestar económico y cuán feliz o poco feliz se siente la población de un determinado país.
A partir precisamente del momento en que se alcanza un ingreso por habitante de 20 mil dólares, la correlación entre ingresos y felicidad desaparece. La felicidad o poca felicidad ya no está determinada por el ingreso, sino que se vincula con otros factores: por ejemplo, la cohesión social, y por cierto, asociadas a ella, una alta movilidad social, igualdad de oportunidades, acceso a la educación. Todos asuntos que dependen, básicamente, de una distribución del ingreso más igualitaria. A la larga, el nivel de cohesión social tiene que ver, necesariamente, con una sociedad más igualitaria, donde las diferencias entre los niveles de ingresos se han atemperado. Los costos de la desigualdad son muy amplios y están debidamente acreditados por las estadísticas.
El coeficiente de Gini del ingreso mide la desigualdad en un país. 100 es desigualdad absoluta y 0 es igualdad absoluta.
En el último reporte de la ONU, México tiene 48.1, lo que lo sitúa en la parte baja de la tabla, por ponerlo en términos futboleros, aunque un poco mejor que hace diez años, cuando andábamos en 51.9.
Reducir la pobreza, por cierto, no es lo mismo que reducir la desigualdad, la mejor manera de mejorar el coeficiente es mediante la política fiscal e impositiva, pero será asunto de otra entrega. Por lo pronto, ¿por qué nuestros políticos no hablan del coeficiente de Gini?
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