Alejandro Carrillo Correa
Colaboración para ChidoBUAP
Hace un par de semanas cierta persona me preguntó mi punto de vista sobre la relación que existe entre la belleza y la complejidad; es decir, si el nivel de dificultad de una obra determina el valor que le dan las personas dentro de lo que se conoce como “bello”.
Mi respuesta fue inmediata:
- Para mí lo mejor del mundo es lo más simple.
- ¿Como qué?- ella rebatió.
- Como el fútbol - respondí.
- Pero estamos hablando de arte - contraatacó.
- Por eso – sonreí.
Y es que yo soy uno de esos seguidores de la “tribu”, aquellos que exploramos las cábalas, los ritos y las ceremonias dentro esas catedrales de concreto que conocemos como estadios, soy uno de esos que encuentra semidioses en la cancha y predicadores en las tribunas todos los domingos, soy de una religión con millones seguidores en donde “dios siempre es redondo”. Los ateos con ínfulas de intelectuales dirán que no se trata sino de “una herramienta de control social, ¡pan y circo para el pueblo!”, y jurarán odiar al fútbol por sobre todas las cosas y jamás verán un partido, pero en el fondo vivirán con la angustia de no saber entender el delirio de los fieles. Así sea.
Juan Villoro, gran apóstol del balompié, asegura que el fútbol es un fenómeno cultural en todo el mundo, es el espejo que somos en lo bueno y en lo malo, trastoca las aristas más humanas de los individuos y de las colectividades; y además es una poderosa máquina del tiempo capaz de devolvernos a los niños que fuimos. Añadiría que el fútbol es un catalizador de las bellas artes: La jugada que empieza en las manos del arquero y termina en las redes contrarias después de catorce o quince toques, eso es arquitectura. El baile del “diez” con tres defensas encima y con “caño” incluido, eso es danza. Los canticos de 10 mil en la tribuna es la más bella pieza musical. El lance del portero sobre la horquilla del arco para mandar el balón a tiro de esquina, es la mejor de las pinturas. La “mano de d10s” en el Argentina-Inglaterra del 86’, justo después de la guerra de Las Malvinas, ¡eso es cinematografía! En fin… ¿Qué es un partido? Sino una historia que ocurre durante un tiempo determinado y como en la literatura, esta historia puede ser buena o mala.
De acuerdo con Villoro, el fútbol va más allá de ser un simple deporte; es la forma mejor repartida de la pasión en el mundo y nos cautiva porque es simple tanto en su reglamentación como en su infraestructura y equipamiento; “para jugarlo sólo se necesita de un par de suéteres como portería y algún objeto que haga de balón”. El fútbol nos llena porque probablemente repara alguno de nuestros anhelos, cumple alguna de nuestras ilusiones y compromete nuestra imaginación; “el fútbol sucede en dos tiempos, en el campo y en la mente del espectador”. Ineludiblemente el juego es una escuela de resignación que corre al parejo de la vida y no se puede detener; “es la pasión del 0-0, la pasión del no partido, del no resultado que es inimaginable en otros deportes”.
Es el único fenómeno social que va contra la evolución de la especie, que recupera la parte reptiliana de nuestro cerebro, es aquí donde las antorchas y los gritos de guerra nos regresan a lo primitivo, a la salvaguarda de nuestra tribu. Llenamos los estadios, suspendemos nuestras conversaciones y a veces hasta nuestros matrimonios, vuelve a jugar la parte cancelada de la civilización y el pie obtiene su venganza ante la mano.
Es un fenómeno social unificador e incluyente; no por nada la Federación Internacional del Fútbol Asociación (FIFA) tiene más países asociados que las Naciones Unidas. En lo individual, el fútbol puede cambiar carácter de las personas a niveles extraordinarios; de repente el prudente y reservado se pinta la cara y le mienta la madre a cuantos árbitros y rivales tenga delante de sí, y el despistado conoce de memoria la ficha técnica de Berbatov, Arshavin y Pavlichenko.
Entre otras cosas, el autor de “Dios es redondo”, considera que el fútbol es la mejor de las democracias con el peor sistema de jurisprudencia. No importa si son ricos, pobres, gordos, flacos, negros, blancos, amarillos o azules, poco importa si durante la infancia tuvieron polio, sufren de enanismo o tienen una bala incrustada en la cabeza, si nacieron en el Palacio de Buckingham, en una favela o en el barrio bravo de Tepito; el fútbol no sabe de clases sociales y todos pueden jugar.
Es cierto, las vicisitudes del juego no son ningún misterio, todos conocemos la podredumbre que rodea la grama de una cancha: las mafias, los malos manejos, la publicidad en exceso, el uso de drogas, los prejuicios raciales, el oportunismo político, las sumas exorbitantes de dinero, la compra de árbitros y que Azcárraga sea dueño del Necaxa, son aspectos que empobrecen el arte, son el fruto prohibido que está mandando todo al carajo, la prostitución.
Queda entonces declararnos aficionados de la afición que es la razón de ser del juego, queda entonces impedir que nos roben la infancia porque hemos aprendido que siempre hay tiempo de compensación y nunca se sabe quién se llevará el mejor resultado. Finalmente, los dejo con una reflexión que es más bien un recordatorio del genial Villoro, que nos acompañó a lo largo de este artículo y quien en días pasados dio una cátedra fenomenal sobre fútbol en el Salón Barroco de nuestra Universidad con estadio a reventar y gol de oro en el último minuto.
“Antes de salir al campo conviene recordar a los a los jugadores de sombra, los que se quedaron en el camino, con los huesos o los nervios rotos, aquejados por las variadas circunstancias con que los días preparan su asedio. Ellos, nunca vistos, fueron tan necesarios como las líneas blancas que separan las letras de los libros”. Amén.
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