7 de febrero de 2011

Desfiladero del 5 de Febrero de 2011

Jaime Avilés

(Fragmento)

¿Cuántos amigos tiene en su teléfono celular cada uno de los lectores de estas palabras? ¿Cuánto se tardaría en mandarles un mensajito para invitarlos a reunirse, en determinado lugar público, a fin de exigir la caída del gobierno (cualquier gobierno)? ¿Cuántos de esos amigos, al recibir su mensaje, lo renviarían a sus contactos, lo subirían a Facebook y lo multiplicarían por Twitter?

Este sencillo esquema de comunicación, aplicable en todo el mundo, está en la base de las rebeliones de masas que estallaron hace varias semanas en Túnez, Egipto y Yemen, y que pronto pueden extenderse a otras regiones, como la Europa de los más descontentos –Grecia, España, Italia–, el norte de América Latina y, por qué no, las zonas más golpeadas por la pobreza, la desigualdad y la decepción, que son también las más irritadas por la impunidad y la opulencia de unos cuantos en Estados Unidos.

Mohamed Buazizi era un joven tunecino que había estudiado en una escuela técnica y se graduó como operador de computadoras. Como no encontraba empleo, se dedicó a vender fruta en las calles de Sidi Buzid, su ciudad natal. Cuando la policía, por enésima vez, le decomisó sus canastas (¿por negarse a pagar mordida?), se bañó en gasolina y se prendió fuego. Quizá jamás leyó aquel verso de Huidobro –los poemas son incendios–, pero redujo a cenizas la dictadura de Ben Alí.

Su inmolación ocurrió en diciembre, al mismo tiempo que la señora Marisela Escobedo, luego de luchar hasta el límite de sus fuerzas por poner en manos de la policía al asesino de su hija, también se prendió fuego a su manera, cuando se plantó frente al palacio de gobierno de Chihuahua a sabiendas de que nadie, ni Calderón, ni Blake, ni Chávez Chávez ni García Luna, nadie, nadie la protegería.

En Túnez los jóvenes empezaron a movilizarse mediante sus celulares y sus redes en Internet, pero no comprendieron que debían luchar por la caída de Ben Alí sino cuando el rapero Ben Amor, desde un video en Youtube, los llamó a rebelarse. En México sólo dijimos: Pobre Marisela. Y desde aquel instante, y no por culpa de nuestra resignación o de nuestro miedo, incontables mujeres, niñas, adolescentes, adultos, ancianos y niños han sido asesinados en todo el país hasta este minuto.

La dictadura de Hosni Mubarak, en Egipto, nació en 1981. La de Ben Alí, en Túnez, en 1989. El neoliberalismo implantó en México la de Carlos Salinas de Gortari en 1982. Salinas, debemos reconocerlo, fue más habilidoso que sus colegas africanos. A diferencia de ellos, sólo ejerció el poder, de manera visible, 12 años: de 1982 a 1988, como ideólogo de De la Madrid, y de 1988 a 1994 como presidente espurio. Desde entonces ha gobernado a través de títeres (Zedillo le salió respondón, pero siempre sirvió sus intereses; Fox y Calderón lo obedecieron al pie de la letra y llevaron al país de la ruina económica a la catástrofe social).

Hoy por hoy, a nadie se le ocurriría levantarse contra Salinas de Gortari, pero es el que manda. Mubarak gobierna hace 30 años, Ben Alí lo hizo durante 21. Aquí, los más ingenuos piensan que faltan 21 meses para que suba al trono Peña Nieto (o su copete). Pero si esto ocurre, o si le toca a Manlio, a Lujambio, o a Ebrard, o si no hay elecciones y Margarita Zavala se queda en lugar de Calderón, de todos modos seguirá mandando Salinas. Es decir, el jefe de los magnates, los tecnócratas, la televisión y el aparato de terror formado por los cárteles y la fuerza pública, al servicio de Estados Unidos y los oligopolios españoles.

Uno de los rasgos más notorios del narcorrégimen de terror establecido por Calderón –y apoyado por Hillary y su elegante mayordomo Barack– es la ausencia de estado de derecho. Este desapareció en México a raíz de un canje. A empresarios, políticos, militares, policías, crimen organizado y consorcios extranjeros, Calderón les garantizó impunidad total a cambio, precisamente, de impunidad total para él y los suyos.


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